Tras una semana de resaca eurovisiva, reflexiono sobre los acontecimientos de la semana pasada. Después de tres años de tentativas, conseguimos este año una pequeña reunión festivalera. No somos un grupo de eurofans, ni de lejos, pero acometimos el proyecto como nostálgicos de los 60 que vivieron los inicios del festival, por aquellos años en que éramos niños, la televisión solo tenía un canal, los sábados por lo noche no nos podía encontrar muy lejos de ella, y la competición le daba al régimen la oportunidad de 3 minutos de visibilidad en Europa, al lado de otros estados demócratas. Por eso y porque nos encantan las excusas para juntarnos. Así que “alguien” puso la casa, la llenó de banderas de todos los países participantes, y nos recibió con un bufet de rechupete. Elegimos país de apoyo: en fin, queríamos priorizar la música y el espectáculo por encima de nacionalismos trasnochados.
Seguimos las actuaciones con más frustración que entusiasmo: pocas sorpresas, ni opciones rompedoras, alguna divertida a la que enseguida queríamos sumarnos, y mucha conversación sobre cualquier cosa, porque la duración da para mucho. Entramos en la fase de las votaciones de los jurados “profesionales”, que no nos representaban mucho, pero no tenía por qué. Esperamos la votación “popular” que discutiríamos antes de pasar página. De repente,… ¿de verdad el voto popular europeo se vuelca en una canción de mensaje sesgado, como se nos había dicho, con una interprete con una historia bien señalada, que había pasado por la pantalla sin pena ni gloria si no fuera por la oportunidad de pensar a qué país europeo representaba y en qué contexto se le permitía la participación?. Salió el tema de Rusia atacando a Ucrania tres años antes y su expulsión del festival; la potente marca israelita, principal patrocinadora del festival, y, poco después, el reconocimiento de la propia Israel sobre la forma de control del voto por internet, curiosamente el masivo, no solo este año, sino también en los anteriores. Apoyamos sin reservas a Austria, digo, sin considerar siquiera la canción representante, y gritamos cuando escuchamos a la presentadora la primera cifra de sus votos – one hundred…-, suficiente para evitar el bochorno total.
Claro que escribo todo esto después de muchos comentarios y noticias; claro que tengo mi propia opinión sobre la cuestión palestina; por supuesto que no considero el festival como un hecho cultural al margen de la política, porque nunca ha sido lo primero y siempre le ha sobrado de lo segundo. Pero este descaro insolente y soberbio me golpeó, sinceramente. No es importante en sí mismo, aunque nos cuesta nuestros buenos dinerillos como para volver la cara ante aquel exabrupto, cargado de prepontencia y un victimismo trasnochado que, por cierto, no he dejado de oir a lo largo de toda la semana en algunas informaciones que nos llegan desde el otro extremo del Mediterráneo, como si haber sido víctima diera a alguien patente de corso para hacer resorts sobre cementerios.
Y porque pasarlo por alto no me parece de recibo, aplaudo a RTVE, valiente en las primeras palabras de los comentaristas durante la semifinal correspondiente, y cuando se les prohibió hablar, una pantalla en negro antes de la emisión del festival, con un mensaje desafiante que fue toda una declaración de principios. Ya sé que no fueron los únicos, pero casi. Aunque todo fuera banal y de poco gusto; aunque fuera cierta la votación popular –a lo que me niego-; aunque Israel tenga derecho a participar, patrocinar y ganar el festival, lo único que me interesa de aquella velada compartida fue que sentí un pellizquito de orgullo por el ente y quienes dieron un paso al frente, aunque nos costara una amenaza de multa. ¡Olé!